PEQUEÑO MUNDO


Después que el tren de las nueve pasaba, mi abuelo, Jefe de Estación, cerraba la oficina y regresaba a la casa. Muchas veces me pregunté si el estado le había asignado aquel puesto o era un título propiciado por él, aprovechándose de ser el único ferroviario en Los Cardos.
Su vivienda estaba a sólo metros, en el mismo predio del ferrocarril, con ingreso por el sector de andenes y frente a la bomba de agua. Yo tenía la impresión que la nona lamentaba la rapidez con que partían los vagones y cargueros. En cuanto la figura retacona y obesa del marido se acercaba, interrumpía la regada y apresuraba su paso hacia la cocina. Era hombre impaciente. El mate debía estar sobre la mesa, caliente y espumoso para cuando llegara y el pan, más tostado de un lado que de otro. Todo controlaba, incluso aquellas tareas que no eran de su competencia. Le decía a mi nona como colocar el apresto y repasar los cuellos de las camisas, nada menos a ella, que llevaba años en comunión con la plancha. En lo único que no intervenía era con las tareas escolares. Esa es cosa de mujeres, decía, logrando que su falta de conocimientos pasara desapercibida. La abuela en cambio, con sólo segundo grado, parecía una maestra. Buena en aritmética y mejor, corrigiendo ortografía.
El hombre de la casa tenía otras particularidades. Le gustaba dormir en el catre del cuarto de planchado y debía hacerlo desde mucho tiempo atrás, porque la nona descansaba en cama de una plaza. Nunca acertaba mi nombre, me llamaba Damiana o Adriana, quizás por olvidadizo o porque pronunciar Mariana le recordaba a mi madre. Tampoco acostumbraba almorzar ni cenar en familia. Yo lo prefería así, odiaba los privilegios: verlo ingerir aquellos bocados jugosos de lomo al romero o porciones dobles del budín con nueces.
Las mujeres comíamos más tarde: verduras, un caldo con trozos de pan tostado entre el aroma a carne asada que aún, impregnaba la cocina. Después, en el patio, bajo el parral, la nona me ayudaba con las divisiones. Adentro era imposible, la radio se escuchaba a máximo volumen en el cuarto de planchado.
Don Cañas está?, preguntaba cada tanto algún asiduo al club del pueblo y mi abuela, sin decir palabra, sacaba dinero de la lata del arroz y se lo daba. El dominó y el truco perdían al abuelo y, muchas veces, debí buscarlo con algún pretexto para que, al menos, durmiera unas horas antes que pasara el tren. Comprendí entonces, la devoción de la nona por Santa Rita y sus prolongadas cadenas de oración a la patrona de lo imposible.
            Por momentos, la abuela me apenaba, siempre tan tolerante, guardando silencio, dejándose retar como un niña y siendo protagonista de sus propios dichos, no se encierra una sirena en un lata de sardina, rezongaba por lo bajo. Nunca le dije nada para no mortificarla ni agregarle condimentos a su callada furia. Hacía tiempo que se venía quejando de no poder comprar un simple diario. ¡Eso          sí que es tirar la plata!, reiteraba el abuelo, aunque él, en el club, se gastara todo en jugadas, tabaco y oportos o lo que era peor, en innecesarias camisetas de frisa que le vendía su amigo el turco. Entonces la nona – sin otro remedio – leía repetidamente su misal, viejas anotaciones en el reverso de boletas o las cartas que mamá le escribió alguna vez desde Chivilcoy. La cosa era leer y apaciguar la impotencia que le cruzaba la garganta. Sin embargo, algo debió suceder en ella cuando, de un día para otro, cambió su rutina. Me acompañaba a la escuela y de allí se iba a la huerta de los Ordóñez en busca de verduras. ¡Por qué no lleva el canasto?, le pregunté en una oportunidad y, por toda respuesta, frunció los hombros. La noté repentinamente más informada, comentaba cosas de las que antes no hablaba, conocía sucesos acontecidos en lugares distantes. Supuse que escuchaba radio a escondidas del abuelo, aunque él siempre la llevaba consigo o la guardaba en su ropero, bajo llave.


            Durante cierta fecha patria, el abuelo se pasó el día en los festejos del club y en mi escuela, una pared se desmoronó en el patio, en pleno acto. Nos dejaron salir antes. Al regreso, me asomé por la ventana de la cocina para sorprender a la nona. Ella, ensimismada en lo que estaba haciendo, ni siquiera advirtió mi presencia. Sobre la mesa tenía todo listo para planchar y, a un costado, un pequeño baúl abierto que, a distancia, parecía contener recortes de periódicos. Ocupó el otro extremo del mesón para retirar las verduras de los envoltorios que don Ordóñez le improvisaba en papel de diario. Colocó los repollos, las papas y zanahorias en el canasto y luego, sacudió las páginas con un paño seco hasta dejarlas limpias, las alisó con la mano para, finalmente, pasarles la plancha encima. Ya sentada, estiró las piernas sobre la banqueta baja de mimbre y la vi leer, ansiosa, aquellas hojas de diario todavía humeantes.
Bajé la cabeza hasta perderme de su posible mirada. Decididamente, Bernardo Cañas no merecía aquella mujer.

Concurso Internacional Novelarte 2006
                                                                   2º Premio








Por entonces, el mar
era del amor
la desnuda transparencia
de lo mágico.
El registro perfecto
de tus ojos.
Ese corazón
socavado en la piedra
la imagen soberana
de la dicha
Más acá tus manos,
la cercanía de tu aliento
el aire sin lugar
para otros olvidos.
Nada me dejaba ver
el musgo bajo el agua
los rayos de oscuridad
que cruzaban la luz
El horizonte
como un puño
golpeando la mirada
llevando  detrás
de sus puertas
al único sol.
Y te fuiste
amor de agua
sólo queda esa cavidad
que absurdamente conserva
forma de corazón.




Hay algo salvaje
en el silencio
un vacío a lo largo
de los ojos
 
un cielo estaqueado
por los cuatro costados
espinos
en la tierra desierta
resaca de luz
que embriagada lee
ese nombre
que duele todavía.
 
Lily